Cuando tenía diez años
la monja (iba a un colegio de monjas) nos dijo que teníamos que hacer un comic
titulado “Cómo puedo ser feliz” y yo
dibuje una historia estupenda sobre lo feliz que sería viviendo en un pueblo al
lado del mar y en la falda de una montaña. La monja calificó mi idea de tontería
y lo presentó al concurso porque tenía que presentar todos. No viene mucho a
cuento pero mi idea de felicidad encandiló al jurado y gané el premio. 18 años
después puedo asegurar que el mar y la montaña me hacen feliz y que experimenté
la felicidad de vivir en un sitio similar al del comic durante mi estancia en
Irlanda. Cuento esta historia porque el domingo estuve en una de las playas de
Bélgica, concretamente en Oostende y por el momento ha sido uno de los días más
felices de mi estancia en la capital de Europa.
Lejos de lo que pueda parecer,
esa ola de calor sahariano que está azotando España también ha debido decidir
pasar los Pirineos y el fin de semana pasado sufrimos (porque es un sufrimiento)
temperaturas de 35º, eso sí, debido a la gran humedad del ambiente la sensación
térmica sería de unos 40º…sin ventilador, sin río, sin piscinas y sin nada, a
ver cómo nos comemos eso. He ahí la razón por la que el viernes por la noche,
entre cerveza y cerveza, decidimos irnos a dar un chapuzón a la playa de
Oostende. El viaje en tren fue de una hora y media que pasamos entre bromas y
risas en un vagón lleno de gente ansiosa por escapar del calor de la ciudad. Íbamos
sentados en el suelo porque todo estaba de bote en bote grabando videos,
tirando fotos y haciendo bromas tontas porque estábamos sentados en frente de
la puerta del wáter…menso mal que a nadie le dio ningún apretón.
Según íbamos llegando a
Oostende el sol se apagaba, perdía luminosidad y se mezclaba con nubes que se
podían intuir cargadas de lluvia. Aun así, cuando bajamos del tren nos dimos
prisa por encontrar un buen lugar en la arena lejos de multitudes y así poder
disfrutar a lo grande del que seguro será nuestro primer y último día de playa.
Mis amigos guiris (yo era la única española) se quejaban porque la playa estaba
muy crowd (llena de gente), pero no
era cierto, si lo comparas con las playas de Levante donde prácticamente te
tumbas en la toalla del vecino, lees la revista de la señora de al lado y fumas
el cigarrillo del señor que tienes delante. Vamos que en la playa de Oostende
se estaba estupendamente. Aun así, tuvimos que andar un poco hasta encontrar un
sitio que cuadrara a mis compañeros. Cuando por fin lo encontramos dejamos las
toallas y los chicos corrieron al agua. Yo quería ir con ellos porque me quería
bañar cuanto antes pero no me quería perder el bikini de mi compañera de piso,
a la que ya dedicaré algún post porque la chica da para mucho, que había estado
presumiendo de bikini sexy y no apto para chicos conocidos. Sinceramente,el bikini
no era para tanto, era un poco tanga pero no exagerado y nuestros acompañantes
masculinos no mostraron el menor interés hacia él lo que notablemente la frustró
un poco. Una vez finalizado el espectáculo del bikini me fui al agua (esa sí que estaba estupenda) y nadé y jugué
a la pelota hasta no poder más. Era una playa un poco rara porque la marea iba
subiendo a una velocidad de escándalo y la pobre socorrista no daba a basto
para ir acercando a los bañistas a la orilla. Me llamó mucho la atención que
cerca de las tres de la tarde estando a unos 30 metros de la arena el agua me
llegara más arriba de la cintura.
Después de secarme un
poco me acerqué con Joanna la polaca a uno de los puestos donde vendían
mariscos para probar unos platitos con forma de barca que preparan con gambas,
gambones, zanahoria y palitos de cangrejo. Aunque lo venden en la calle en plan
mercadillo está muy fresco y muy bueno y aunque soy muy asquerosita para las
comidas hice caso a Joanna, que tiene buena boca, y me alegré mucho de hacerlo
porque estaba riquísimo.
Al caer la tarde recogimos
nuestras cosas y rematamos la jornada con una cervecita todos juntos. El camino
de vuelta se complicó un poco porque por nuestro ansia de volver pronto a casa
cogimos el primer tren que iba a Bruselas sin darnos cuenta de que daba una
vuelta impresionante y que paraba en pueblos que no aparecen ni en el google
map por lo que tardamos casi tres horas en llegar a la capital belga.
Llena de arena y hecha
polvo llegué aquel día a casa, eso sí, estaba super feliz por mi día playero
que me hizo recordar una vez más que a pesar de los años transcurridos sigo siendo feliz en el mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario