No podéis imaginar la
alegría que me dio cuando mi amiga Magdalena me ofreció pasar las vacaciones de
Semana Santa en su casa en Luxemburgo. No es que Magdalena sea una luxemburguesa
que he conocido dando vueltas por ahí, sino que es otra becaria que anda
también danzando por estos mundos y que tras terminar su práctica en Bruselas
consiguió otra en el país vecino y allá que se fue.
En cuanto recibí el
mail con la invitación, no dude un segundo en aceptarla porque las vacaciones
se me presentaban bastante aburridas, sola en Bruselas porque casi todo el
mundo estaba en su casa disfrutando los días libres. El viernes por la mañana
cogí el tren en la estación central de Bruselas, pero no podía ser un viaje
normal, no. Nada más entrar en el tren escuché una voz en off que decía que
miráramos bien los vagones porque en no sé qué pueblo el tren se dividía, unos
vagones irían para Luxemburgo y otros no. Como no tenía ganas de empezar el día
hacienda mucho ridículo ni preguntando a nadie porque era temprano y no me
apetecía hablar, me senté en el primer vagón que me pareció y esperé al revisor
y que él me dijera si era ahí donde tenía que estar o no. A la media hora o así
pasó el revisor que me miró el billete y no me dijo absolutamente nada salvo el
“bonjour” y el “merci” de rigor. Yo estaba bastante contenta porque hacía solecito y había pillado un buen
asiento en el tren, al lado de la ventana y sola en un sitio para cuatro así
que estaba a mis anchas. Tal como lo escribo lo pensé y me podía haber puesto a
pensar en otra cosa porque justo en ese momento el tren paró en una estación y
se subió una pareja “caracol”, es decir, llevaban sus maletas, una mochila, el
ordenador, un libro, el i-phone, el i-pod…y no llevaban un armario con dos
ruedas yo no sé por qué. El caso es que les debí parecer una buena compañera de
viaje o también les gusto el sitio y allí se plantificaron. El tren arrancó y
un nuevo revisor llegó y me dijo que ese no era mi vagón, que sería mejor que
me fuera dos más adelante o si no terminaría en otro sitio…esta vez me había
librado de la super anécdota pero aún me sigo preguntando por qué el primero no
me dijo nada…Con las mismas me fui donde me indicaron pero ya no encontré
sitios geniales, tuve que sentarme en sentido contrario al que va el tren,
justo detrás de unos indios que no paraban de dar voces (luego dicen de los
españoles) y de comer algo que olía bastante raro. Cuando ya no pude más del
revoltijo de olores y voces me volví a cambiar de vagón. Esta vez me senté frente
a un señor al que no le hizo mucha gracia que me sentara ahí porque tuvo que
recoger las piernas y pude notar en su cara como se acordó de alguien de mi
familia, no sé bien de quién, por suerte se bajó pronto y llegué a Luxemburgo
sentada yo sola en un asiento para cuatro y en la dirección que va el tren.
Una vez allí mi amiga
Magda me estaba esperando, fuimos a su casa, conocí al matrimonio que la está
hospedando, con nietecito y perro incluido y nos fuimos a visitar la ciudad.
Antes de comenzar con nuestro paseo decidimos ir a comer porque con la tripa
llena todo se ve más bonito. Elegimos un bar en el centro de la ciudad que mi
amiga ya conocía, un señor de mediana edad muy amable y sonriente nos llevó a
una mesita y nos dio la carta. Elegimos nuestros platos pero se nos antojaron
unas patatas que Magda había probado una vez pero que no sabíamos cómo se llamaban
así que llamamos al camarero e intentamos explicárselo. Fue Magda la que en un
arrebato de valentía comenzó a darle la explicación en francés; mientras ella
hablaba y le explicaba que eran unas patatas fritas pero más gordas que las
normales que estaban como con la piel y todo lo referente a las patatas
deseadas, yo veía al hombre levantar la ceja. Lo intenté yo en inglés, esta vez
en vez de levantar la ceja se sentó junto a Magda con una gran sonrisa y nos
dejó que las dos hiciéramos tranquilamente el ridículo mientras mezclando inglés
con francés le explicábamos lo que queríamos. Cuando ya no pudo más se empezó a
reír a carcajadas y a decirnos que sabía lo que queríamos, pero que le estaba
pareciendo tan graciosa la explicación que no quería interrumpirnos. Al menos
le alegramos el día y he de reconocer que si vuelvo a Luxemburgo comeré allí
porque me gustó mucho la comida. Una vez calmada una de las necesidades más
básicas del ser humano como es comer, comenzó la visita turística…
Luxemburgo es una
ciudad muy pequeña y tranquila, más parece un pueblo que otra cosa, está
excesivamente limpio y se respira tranquilidad allá donde vas. Tiene dos
partes, la alta la más importante, donde está el centro, las tiendas y los
lugares más turísticos y la baja que es más humilde. Las dos juntas forman un
paisaje muy bonito, y un destino muy aconsejable para pasar un fin de semana
tranquilo. El tiempo nos acompañó haciendo una temperatura excelente y un día
soleado…qué más se podía pedir. Cuando terminamos de ver la ciudad fuimos a por
la merienda-cena, Magda me había hablado de una cafetería pijales donde ponen
unos pedazos de tarta impresionantes y un chocolate caliente delicioso
(advierto que ese lugar puede ser uno de los motivos de mi futura segunda
visita a Luxemburgo), luego al cine y a casa a dormir ya que al día siguiente
teníamos pensado ir a Trier, en Alemania y teníamos que madrugar.
El viaje a Trier os lo
contaré en un post diferente, ya sabéis que no me gusta mezclar “vueltas”, así
como el resto del viaje a Luxemburgo por lo que de momento nos quedamos en la
buhardilla de Magda durmiendo tranquilamente.