Antes de empezar a
narrar mi historia creo que he de pedir disculpas otra vez por haber tardado
casi un mes en escribir pero tengo una buena excusa. El mes de agosto ha sido
estupendo en Bruselas, sol y calor y había que aprovecharlo que el invierno
lluvioso y oscuro es duro y largo, no tenía tiempo ni de peinarme pero ya con
la llegada del otoño espero gozar de más tiempo libre y poder seguir relatando
las vueltas que voy dando por ahí porque la nueva temporada se prevé llena de
historias. También os pido disculpas porque intuyo que esta historia no será de
las mejores, estoy constipada por las idas y venidas del tiempo belga y lo que
empezó siendo un dolorcillo de garganta se ha convertido en un constipado que
me tiene al cabeza como un bombo y la nariz taponada y no me permite pensar muy
bien, pero no quiero dejar pasar más días sin dar señales de vueltas por ahí.
Aprovechando el calor
sofocante el domingo pasado decidimos ir a Waterloo. Michal y yo llevábamos tiempo
queriendo ir allí porque nos gustaba la idea de ver el campo de batalla donde
dieron para el pelo al general Napoleón y convencimos a mi compañera de piso y
a un compañero de trabajo para que vinieran con nosotros. De nuevo la excursión
parecía un chiste: un eslovaco, un ucraniano, una griega y una española en la
estación central de Bruselas cogiendo uno de los trenes más lentos del mundo
que tardo más de media hora en recorrer quince kilómetros porque iba parando en
todas y cada una de las estaciones que encontraba a su paso.
Cuando llegamos a
Waterloo me sorprendió ver que era un pueblecito, esperaba una ciudad, un poco
más grande pero no, era un sitio tranquilo, eso sí, lleno de tiendas de ropa
que al ser domingo estaban cerradas. Y casas grandes con jardín y piscina en
las que me gustaría vivir.
Lo primero que hicimos fue ir al punto de información
donde una señora muy amable nos explicó todo lo que teníamos que ver y nos dio
la estupenda noticia de que estábamos en nuestro día de suerte porque como era
¨el día del patrimonio¨ y las entradas a
los sitios estaban a mitad de precio y uno de los museos de visita obligada era
gratis. El museo no era gran cosa, artilugios de los soldados de aquella época,
retratos del duque de Wellington y Napoleón, mapas de esos años con los territorios
que pertenecían a cada uno de los bandos y un montón de souvenirs. No quiero
resultar macabra pero lo que más me llamó la atención fue que ya en esa época
existían prótesis de brazos y piernas para los soldados mutilados. También me sorprendió
que cuando había que extirpar algún miembro se realizaba sin anestesia por lo
que no me extraña que muchos murieran del simple dolor, yo casi lo hago solo
con imaginarlo.
Después de conocer más
a fondo a los protagonistas de tan famosa batalla a través del museo cogimos el
autobús que nos llevaba al campo donde realmente ocurrió todo. Como en
cualquier destino turístico que se precie hay que pagar una entrada para subir
al león que conmemora la victoria de las tropas holandesas, británicas y
alemanas frente al ejército napoleónico pero ya que se está allí se hace.
Después de subir ochocientos mil escalones llegamos entre bromas, fotos y risas
al león. El paisaje que se presentó ante mí me produjo dos sentimientos
bastante enfrentados que no sabía si eran alegría o decepción porque yo me
esperaba algo más espectacular y resulta que era un campo de labranza como los
que rodean mi pueblo. Unas tierras más allá se podían incluso ver los tractores
de los agricultores para los que el domingo es como un día cualquiera porque el
trabajo agrícola no entiende de horarios y festivos.
Estuvimos echándonos
fotos con la postura de Napoleón y zanganeando un poco, arriba corría airecito
y era un descanso porque no podéis imaginar el calorazo que hacía abajo. Cuando
nos cansamos bajamos para continuar con la visita, otra especie de museo que
seguía explicando los pormenores de la guerra, fue en este cuando empecé a
pensar en la de muertos que tuvo que haber por el capricho de unos pocos y me
hizo darme cuenta que no hemos evolucionado mucho con el paso de los años y que
en teoría decimos que escribimos la historia para no caer en los mismos errores
pero siempre terminamos tropezando con la misma piedra.
Una vez terminada la
visita vino lo mejor de la tarde, ir al bar de enfrente de los campos de
batalla a hacer nuestro merecido reposo del guerrero y tomarnos una ¨Waterloo¨,
la cervecita que se hace en el pueblo y que recomiendo a todos probar porque
está bastante buena. Una vez recobradas las fuerzas caminamos hasta la estación
para volver a coger el tren de vuelta a Bruselas pero esta vez fuimos más
listos y cogimos uno directo que nos dejó en la capital en diez minutos. En este viaje no me pasó ninguna anécdota, he de apuntar que hacía mucho calor y a media tarde empecé a sentirme un poco mal, me dolía mucho la cabeza. Quizá por eso no disfrutara de Waterloo lo suficiente y me pareciera que era como cobrar a la gente por ver los campos de Caudilla, de todos modos pasé una tarde estupenda con mis compañeros que volveré a repetir tan pronto como podamos.